Irina- Jaime G.l
Su pelo, negro como el más negro que jamás imaginé, es más que una parte de su cuerpo. Para mí, son largos y delgados filamentos mecidos por el viento de un susurro, por el aliento que emana de un grito ahogado de compostura. Juguete de inocencia y dulzura. De picardía; marcado por un sensual deseo de bailar, ondear y atrapar en su compleja e inusitada trampa cualquier ápice de freno y control. Elegancia de relajación, de sobeteo. Cárcel de locura, de dignidad y transformación. De pasión. Longitud dependiente del afán.
Enamoramiento por partículas mínimas, que marcan la delicadeza del ser. Formas y colores le acompañan y encierran cual cadena sin candado, aromatizado cualquiero de los cinco sentidos, otorgando su armonía al dichoso de su posesión. Yo.
Su cuerpo es un circuito de carreras: unas curvas de infarto, y una piel suave como el terciopelo; como esa sábana de franela que tu madre te colocaba en la cama de pequeño; o ese gato recién nacido que aún no tiene las uñas suficientes como para arañar. Sus ojos, verde esperanza, son las puertas de la relajación y la paz; la calma disfrazada en dos iris. Sus orejas son diminutas, casi más que las mías, a juego con unas manos pequeñas y delgadas, con minúsculos dedos y uñas siempre coloreadas. El cuello parece un camino para mi lengua, donde congregar mi saliva en una manifestación de instintos primarios. Sus piernas son largas y delgadas, elegantes y llenas de oscuros deseos y de lascivia; son piernas con fuerza; que derivan en unos pies preciosamente diminutos, y unos dedos “jugueteables”.
Su boca no se puede describir.
Recuerdo que la primera vez que vi sus ojos, la soledad se fue olvidando; la aceleración del pulso daba lugar a un calor extraño, diferente al resto. Era un calor agradable, que nacía desde lo más interno de mi fuero, y ardía abriéndose paso por todos los caminos que un cuerpo puede tener. La sangre se movía veloz, y mis pupilas se encontraban como si me acabase de meter un chute de algo. La forma de humedecerse los labios con la lengua antes de recitarme la poesía que proponía su primera palabra hacia mí, me puso a mil. Quería coger esa lengua; esos labios, y lamerlos milímetro a milímetro, escarbando en ellos y en su composición. Sus ojos fijos en los míos me observaban cariñosos, risueños y húmedos. Sus pestañas, largas y oscuras parecían ondear al viento dentro del bar, al ritmo que su pelo marcaba. Su perfume borró el olor a borracho y tabaco del ambiente, y, lo más extraño de todo; me mostró un cromatismo para la vista que jamás había percibido.
Y así estoy ahora. Recorro la espalda de esta bella mujer con mi dedo índice, de mi Irina; cuyo nombre suena como una pregunta de Neruda, o como el mejor sueño de Benedetti. Irina suena a canción y a monólogo de Marlon Brando. Suena a Jimi Hendrix. Irina. Sus tres vocales y dos consonantes son la mezcla más perfecta para el mejor cóctel del mundo, la voz de Sabina o Sinatra. Irina. Su forma de ver el mundo, su inocencia y manera de verle el juego a todo, me hacen volver a unos años de infancia que perdí demasiado temprano. La madurez que demuestra en ciertos momentos denota que su edad es la correcta; y que sus veintisiete años son, como la perfecta barrica donde guardar un buen vino, que hace que el tiempo lo mejore. Ella es todo armonía y felicidad, sonrisas. A su lado sientes el viento golpearte dulcemente la cara, y los rayos de sol nutrir de vitaminas tu piel. Sientes que todo, absolutamente todo, tiene colores, y no se ven las cosas en blanco y negro.
Cuando la conocí, observé a un pájaro magullado de tanto golpearse en una jaula, pero que por fin saboreaba la ansiada libertad. Le vi sonreír tantas veces por segundo, que seguramente traspasó la línea de lo permitido. Y además, esa sonrisa no puede estar permitida. Irina es buena, demasiado para el mundo en el que vivimos a día de hoy. Su cuerpo no guarda maldad ni pesadillas; si tiene que ayudar a un anciano a cruzar la Quinta Avenida de un extremo a otro, dejará todo lo que está haciendo para agarrar al abuelo del brazo, y dejarlo sano y salvo en la meta. Vive tan deprisa, que a veces da vértigo: le encanta estar de un lado para otro tanto como le gusta acurrucarse en mí para ver una de mis viejas y bien guardadas películas; y también le gusta que le acaricie los pies mientras leemos a Dostoievski o Nabokov. Irina es tan veloz como pausada; tan loca como madura; tan descafeinada como “cafeinada”.
Irina es tan…Irina.