Amor et mors - Dead Man Avg
Una vez le hablé a un árbol. No obtuve respuesta. Sin embargo, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Y con él, el viento se animó a rugir, pero esta vez, más fuerte que nunca. Empezó a llover, y mientras las gotas se estrellaban contra mi cara, que miraba perdida hacia el grisáceo cielo, yo buscaba, suplicaba, el perdón de los Antiguos. Me encuentro en la arboleda sagrada de los Antiguos, dioses de la tierra y la naturaleza, dioses de la noche y el día, dioses de la oscuridad y la luz, dioses de la guerra…, y de la paz. No obstante, mis suplicas son palabras vacías, palabras que mueren en vano, pues parece que me han dado la espalda, otra vez, ¿o es que acaso me escucharon en algún momento? ¿Por qué elegir resultó ser tan difícil?
Mi yelmo, en forma de lobo, desvela que pertenezco al clan de las montañas. Si mi aspecto fuera temido, bien podría ser cierto. Pero la verdad es que lo he robado, y con él, el alma de quien quiso pasar mi sangre por su hacha. Me llamo Kodran, y pertenezco al clan de las Cabezas rotas. Mejor dicho, pertenecía. Como bien dice su nombre, decapitamos a quienes deciden ser nuestros enemigos. Deshonrados los cuerpos, posamos sus cabezas sobre estacas de madera y éstas decoran nuestra empalizada. Es algo vil, pero lo llevamos haciendo tanto tiempo que ahora lo vemos algo normal. “Hubiera hecho lo mismo contigo, debes hacerlo”, decía mi padre antes de que mancillase el honor de nuestra familia. Si mi cobardía no fuese suficiente, ahora me veo envuelto entre la neblina y la lluvia hablándole a un arce que padece el otoño. Las hojas caerán, está en su naturaleza, pero no las de este árbol… Es su esencia, es el Gran árbol.
Días atrás, un explorador nos contó que unos dos cientos hombres avanzaban para conquistar nuestras tierras, tierras que antes habían pertenecido a otras tribus y muchísimo antes, a los Antiguos. Si bien nuestro pueblo había conquistado Monte Albino, eso no significaba que la situación fuera definitivamente pacífica en todo su territorio.
Partimos de cacería, nunca mejor dicho, con el pensamiento de que si no conseguíamos la victoria, esos malditos bastardos quemarían nuestras casas, se follarían a nuestras mujeres y esclavizarían a nuestros hijos. ¿Qué mejor motivo para el que luchar? Marchamos al alba, montados sobre nuestros caballos y con las espadas en alza. A medio día, alcanzamos su campamento. Una veintena de tiendas, jaulas, escudos y lanzas anclados al suelo, esclavos torturados y otros tantos muertos de hambre, fulanas de mala cuna y un hedor inconcebible atenuaba el bárbaro refugio. Sería un buen momento para la emboscada, pensé entre mí, cobardemente. Al dar la señal Jeit’r Melena roja, llovieron flechas. Momentos después, el grito de guerra de nuestros soldados creó la confusión entre los enemigos. Los niños, esclavizados, lloraban en sus jaulas; las fulanas, huyendo despavoridamente, eran víctimas de nuestras hachas, machetes y espadas; los soldados enemigos iban cayendo sin saber realmente que estaban siendo atacados… Fue una masacre. Yo también combatí. Me llevé el alma de unos cuantos guerreros que aún padecían los estragos de la pasada noche.
Cuando todos parecían que habían muerto, a mi lado, un encapuchado me empujó y se fue corriendo hacia los caballos. Mi padre, tras verlo, reclamó que debía ser mío. Rápidamente me incorporé y le fui a cortar el paso junto al lecho del río, pues esa era la única escapatoria si quería salir con la cabeza pegada al cuerpo. Cuando fue a pasar junto a mí, derribé su caballo clavándole una lanza en el lomo. Cayó, y me coloqué sobre él. Sin embargo, antes de hendir mi cuchillo en su estómago, quería ver su rostro. Cerciorándome de que no sería una amenaza, le quité la capucha y me sorprendí. Resultó ser una mujer.
- ¡Mátame ya, sucio bastardo! – Me dijo, escupiéndome después.
No supe qué hacer. Jamás había matado a una mujer ni pensaba hacerlo. Me encontraba, por primera vez en mucho tiempo, desconcertado. Alcé la vista y miré a los demás. Me miraban sonrientes, con odio en sus rostros, animándome a deshonrarla antes de apoderarme de su alma… y de su cabeza. Esa pausa fue suficiente para que la joven lograra quitarme de encima y correr por su vida. Mi padre, junto al caudillo Jeit’r Melena roja y a los demás vástagos, me miraron defraudados, algunos incluso despreciándome.
- Volverás sujetando su cabeza, o la tuya decorará el Gran salón – comentó desafiante, Jeit’r Melena roja.
Rápidamente, fui a por los caballos, pero mi padre no me dejó avanzar.
- Irás a pie. Ya nos has deshonrado lo suficiente. ¡Largo! – gritó, mirándome fijamente.
La joven estaba lejos, ante las frondas del Bosque Blanco. Se dio la vuelta y me miró, después, se adentró desapareciendo entre los árboles, la maleza y los arbustos. La busqué durante horas hasta que escuché un grito. Esperé hasta escuchar otro para saber de dónde provenía y empecé a avanzar hacia los chillidos. Entonces la vi. Un hombre vestido con pieles la estaba violando. Era un lobezno perteneciente al clan de las Cumbres borrascosas. Lentamente sin hacer el más mínimo ruido atravesé mi espada sobre su cintura y el infame guerrero cayó junto a la chica. La joven de pelo oscuro estaba llorando. Me miró y se quedó sin palabras. Yo, en tono irónico, le hablé.
- ¿Acaso puedes conmigo pero no con ese animal? – Comenté, mientras, quitándome una de mis pieles, le cubría el desnudo cuerpo. – Empieza a oscurecer y el frío se acrecienta cada vez más. Dormiremos aquí.
Junto al pálido lobezno, escondida bajo unos matojos, un yelmo de acero en forma de lobo relucía pese a la pequeña luz que penetraba desde las copas de los árboles. Lo sostuve en mis manos. Era compacto, suave y pesaba poco, era diferente. Decidí quedármelo “de recuerdo” tras nuestro afilado encuentro.
Hacía frío, el suficiente como para haber encendido una hoguera, sin embargo, el fuego atraería a las criaturas salvajes del Bosque Blanco y esto era, definitivamente, un riesgo que no debíamos tomar.
Nos acostamos los dos juntos; yo tras ella. Nos dábamos calor.
- Eres un chico apuesto. Seguro que has estado con muchas mujeres.
- No soy un chico, soy un hombre.
- Lo que digas – dijo, riéndose.
Al alba, la joven me despertó.
- ¿Has dormido con tu espada?
- ¿A qué te refieres?
Al darme cuenta de lo que decía, me levanté rápidamente y sonrojado. La joven, riéndose, se mofaba de la situación.
- ¡Oh mi señor! ¿Qué te he hecho para que vos clavases en mí tu espada de duro acero?
- Cállate, o te cortaré la lengua – le dije, intentándola asustar.
- Si le cortas la lengua a una dama no demuestras que estuviera mintiendo, demuestras que no quieres que el mundo oiga lo que puede decir.
- Vos no perteneces al Clan de las montañas, ¿cierto?
- ¿Quién te lo ha dicho? ¿Ha sido, quizá, el hombre que me ha intentado violar? O mejor aún, ¿mis prendas varoniles?
- Hablar contigo es desperdiciar el aliento.
- ¡Oh mi señor! ¡Le pido disculpas!
- Solo se que vos eres una dama de alta cuna. Una joven cualquiera no se refiere a su amo con “mi señor”. Únicamente dice “señor”.
La joven calló. Su silencio afirmaba que lo que estaba diciendo era cierto. ¿Quién podría ser esta joven?
- Dime, ¿eras una esclava?
- No, no estaba apresada. Yo atendía a los caídos con medicinas, cuidados y en los peores casos, amputaciones.
- ¿Por qué vestías como uno de ellos?
- Llevaba días planeando mi huida. Lo tenía todo preparado, hasta que llegasteis vosotros.
Un ruido tras nosotros me incomodó.
- ¿Has escuchado eso?
- ¡Corre! – me dijo, cogiéndome de la mano.
Ambos salimos corriendo. Son merodeadores, pensé entre mí. Tras unos intensos minutos, ambos llegamos a un saliente que daba al río Dâssel. Teníamos que saltar.
- Contaremos hasta tres – le anuncié, mientras miraba hacia atrás.
Le cogí fuertemente de la mano y conté.
- ¡Uno!
Saltamos. La caída duro unos segundos, lo suficiente como para habernos imaginado lo peor. Afortunadamente, caímos al agua. Los dos estábamos bien, y tras asegurarnos, nadamos hacia la orilla.
- Me has dicho tu nombre, pero vos no sabes el mío. Me llamo Blay – me miró sonriente. Sé, que de una forma u otra, le gustaba.
- Debemos buscar un lugar seguro, Blay.
Estuvimos toda la mañana hasta que dimos con la salida del dichoso bosque. Reconocía el lugar. Estábamos en Monte Albino, pero desde otra perspectiva.
- Sé en donde nos podemos refugiar.
¿A dónde debía llevarla sino? La arboleda sagrada era el lugar más seguro. Si me hubiese dignado a volver a mi aldea, ambos estaríamos muertos.
Junto a un estanque, un árbol de hojas rojizas se alzaba con fuerza. Unos menhires yacían a su alrededor en un circulo sagrado. En ellos se reflejaban la grandeza de los dioses Antiguos.
- ¿Qué es este lugar? – comentó, mientras acariciaba la corteza del Gran árbol.
- Estamos en la arboleda sagrada de los Antiguos.
- No había visto algo semejante en mucho tiempo.
- Yo tampoco – le dije, mirándola fijamente –. Mi padre me ordenó decapitarte y llevarle tu cabeza – miré al suelo –. Jamás podría hacerte daño.
Bley se acercó a mí. Bajo la inesperada tormenta y ante la mirada de los dioses, estrechó sus labios junto a los míos. De una forma u otra, ambos fusionamos nuestras almas hacia un amor eterno. Hubo tiempo para recapacitar…
Una vez le hablé a un árbol. No obtuve respuesta. Sin embargo, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Y con él, el viento se animó a rugir, pero esta vez, más fuerte que nunca. Empezó a llover, y mientras las gotas se estrellaban contra mi cara, que miraba perdida hacia el grisáceo cielo, yo buscaba, suplicaba, el perdón de los Antiguos. Me encuentro en la arboleda sagrada de los Antiguos, dioses de la tierra y la naturaleza, dioses de la noche y el día, dioses de la oscuridad y la luz, dioses del odio … y el amor. No obstante, mis suplicas son palabras vacías, palabras que mueren en vano, pues parece que me han dado la espalda, otra vez, ¿o es que acaso me escucharon en algún momento? ¿Por qué elegir resultó ser tan difícil?
- ¡Basta! – Grité al viento –. Sólo quiero ser feliz, feliz contigo – Susurré a su oído.
Atardece y la tormenta no ha amainado aún. Debemos buscar refugio.
- Siempre en mi corazón, Kodran.
- Siempre en mi mente, Bley.
En el fondo, nunca fui un buen Cabezas rotas.